20 de diciembre de 2020, por Lunettes Rouges
(artículo original en francés, aquí)
Jean II Restout, Apoteosis de San Mauro, 1756, óleo sobre lienzo encolado, diámetro 4 metros, Iglesia Saint-Germain-des-Prés, Paris |
Bueno, con Delacroix me fue bien: las iglesias parisinas no tienen la riqueza artística de las de Roma o Nápoles, y no contienen grandes obras de grandes artistas, tengo algunas en reserva pero no para hoy. Al entrar en la iglesia de Saint-Germain-des-Prés (cuya arquitectura es hermosa), se siente ese tipo de empalago que sentimos a veces ante la abundancia de pastelerías a la crema: las santurronerías de Hippolyte Flandrin y la decoración colorida de las columnas dan rápidamente ganas de devolverse (bueno, a algunos les gusta ese desenfreno). El peor es sin duda el Jonás desnudo cabalgando en las olas de las cuales una le sirve oportunamente de tapa sexo, mientras que el monstruo malo y enorme se le acerca por detrás. El arte religioso francés del siglo XIX es a menudo bastante mediocre, pero no hay que desesperarse y una exploración exhaustiva de la iglesia nos va a revelar a pesar de todo, tres obras que nos permiten no desesperarnos completamente. La primera es casi invisible: hay que ponerse debajo de la cúpula del travesaño sur y levantar los ojos. La luz de la cumbre procede de un elegante linterna de hierro forjado cuya liviandad hace pensar en una jaula. En el centro de esta belleza, 15 metros hacia arriba, una cúpula de 4 metros de diámetro decorada con un lienzo encolado de Jean II Restout, pintor bastante menor del siglo XVIII que podríamos calificar de «rococo-jansenista» (puede que vaya a ver su Emaús). En el siglo XVIII el culto a San Mauro, monje patrón de los carboneros, de los sepultureros y de los estropeados, fue desplazado de Saint-Maur-des-Fossés a Saint-Germain-des-Prés, entonces abadía benedictina, y en donde subsistió hasta la Revolución, y es posiblemente en aquella ocasión que le encargaron a Restout esta Apoteosis de San Mauro de 1756 (según el catálogo razonado), o ¿de 1735?; es el decorado pintado más antiguo de la iglesia, el único de la época maurista. No es fácil contemplarlo y fotografiarlo tampoco (como pueden verlo aquí). El santo, vestido de sayal oscuro, los brazos extendidos, ocupa un cuarto del circulo, delimitado por los rayos que forman sus brazos, el resto, más luminoso, ya que es el dominio de los ángeles que se lo llevan para el cielo en medio de nubes amontonadas que se aclaran hacia el centro. La inscripción en latín en la parte de abajo es el primer versículo del capítulo 44 del Eclesiastés («Laudemus viros gloriosos parentes nostros») que da el título a este conocido libro. En sí no es nada extraordinario, pero la sobriedad, incluso la austeridad de este lienzo después del desenfreno colorido del coro, y la puesta en valor con el lanternón que lo aureola, son agradables al ojo cansado por el Technicolor de Flandrin.
François-Joseph Heim, Adoración de los Reyes, 1828, óleo sobre lienzo encolado, detalle, Iglesia Saint-Germain-des-Prés, Paris |
François-Joseph Heim, bien olvidado en nuestro días, fue un rival menor de Delacroix en San Sulpicio, y su principal título de gloria actualmente es que Jean-Paul Kaufmann lo menciona en su libro en donde es calificado de «figura inasible». Aquí, en la capilla axial imaginada por Étienne-Hippolyte Gode y dedicada a la Virgen, realizó en 1828 dos grisuras sobre lienzos encolados cóncavos, La Presentación en el Templo al sur y La Adoración de los Magos al norte, los cuales, solemnes, apacibles y dando la ilusión de ser bajo relieves, reposan también los ojos agotados por los frescos de la nave (pintados unos treinta años después). Nada extraordinario; no resisto el placer de citar a Jules-Émile Saintin sobre Heim, cuyo propósito puede aplicarse a tantos artistas de ayer y de hoy: «Hubiera podido ser un maestro; tenía la energía, la del dibujo como la del pincel. Tenía la vitalidad del movimiento, la amplitud del gesto, pero la mala suerte quiso que le faltara yo no sé qué intrepidez algo intemperante de los grandes maestros: la confianza en sus propios ojos, el desdén instintivo de las maneras favorecidas por el público, enfin la independencia del espíritu que viene más bien del temperamento que de la educación. Heim, sea por timidez sea por prudencia, no se atrevió nunca a liberarse de la tradición académica tan potente en su juventud; nunca rompió completamente los linderos de esa tradición; y si recogió a través de encargos regulares los beneficios de este tipo de conducta, allí perdió las mejores posibilidades de gloria». El «desdén instintivo de las maneras favorecidas por el público» es tan raro en nuestros días como hace 150 años.
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