lundi 29 janvier 2024

Suzanne Valadon, la verdad sobre el desnudo

 

23 de enero de 2024, por Lunettes Rouges

(artículo original en francés, aquí)


Suzanne Valadon, Un Mundo propio, Museo de Artes de Nantes, vista de la exposición


La exposición sobre Suzanne Valadon en el Museo de Artes de Nantes (hasta el 11 de febrero; antes estuvo en el Centro Pompidou Metz) hizo una elección excelente al concentrarse sobre su pintura de desnudos, principalmente, pero no exclusivamente femeninos. Después de recorrer un largo vestíbulo en donde la vemos pasar de modelo a artista, la sala central está dedicada a los desnudos. Luego, ante los bodegones, los paisajes y los retratos de amigos o de encargo, para ser sincero, uno se aburre un poco, el interés no es sino histórico (delante de su lienzo con su madre, hijo y amante, el cuarteto infernal), pero nada artístico. La única queja: demasiados dibujos de niñas (de las que Elisabetta Rasy sabe hablar muy bien). 


Suzanne Valadon, Autorretrato con senos desnudos, 1931, 46x38cm, col. Anne Bernardeau


El primer lienzo que vemos al entrar es el último de sus tres autorretratos de cabeza y hombros, desnuda, a los 66 años (en 1931; los anteriores, más joven pero tampoco más halagadores, datan de 1917 y 1924, no están en la exposición). Qué otra mujer tuvo la audacia de pintar así, sin la mínima indulgencia, su cuerpo que envejece, sus senos pesados, la piel marchita, al tiempo que exhibe una seguridad tranquila y el orgullo de asumir su edad. No busca seducir, acaba de echar a su marido infiel, no le teme a la muerte (que llegará 7 años más tarde). Ni Artemisia Gentileschi quien sin decirlo abiertamente se pinta después de en Cleopatra, en una joven Suzana seductora siendo que tiene 59 años, ni Lavinia Fontana camuflada en una Minerva improbable, a los 61, ni Paula Modersohn-Becker, primera pintora que asume su desnudez, como si estuviera embarazada, a los 30 años, ni Olga Rozanova, quien murió demasiado joven, tuvieron la misma audacia. Me parece que hay que esperar 1970 y la fotógrafa estadounidense Anne Noggle para encontrar a otra artista capaz de representarse asumiendo así su feminidad y su sexualidad de tercera edad (y actualmente la pintora Jenny Saville continúa en esa línea). 


Gustav Wertheimer, El Beso de la Sirena, 1882, 85x112cm, Indianapolis Museum of Art


Empezar la exposición con este lienzo nos da el tono: Suzanne Valadon es una mujer libre que no se molesta con convenciones de decoro o de censura, y a la que le gusta pintar el cuerpo femenino, el suyo como los de sus modelos, alejada de los cánones estéticos (masculinos) dominantes. Aunque el relato de su vida es bastante fantasioso (¿fue realmente acróbata de circo?), primero fue conocida como modelo, con el nombre de María, desde los catorce años. Los lunes frecuentaba el mercado de modelos de la plaza Pigalle y su belleza atraía el ojo de tantos pintores, y como de costumbre también compartía sus camas y a veces sus vidas: el viejo Puvis de Chavanne, el egoísta Renoir, el galante Utrillo, el alcohólico Boissy, el atormentado Satie, el cortés Toulouse-Lautrec (con quien le hubiera gustado casarse para volverse condesa), y muchos otros (y uno de ellos -¿pero quién?- la deja encinta a los 18 años). Entre los cuadros que presentan y para los que posó, vemos Baile en la ciudad de Renoir, La Gorda Maria, impúdica de sonrisa sarcástica de Toulouse-Lautrec, pero voy a mostrarles un lienzo de menor calidad y que muestra bien la mirada erótica puesta en ella: el Beso de la Sirena, del mediocre pintor austriaco Gustav Wertheimer. Y es la fuerza de Maria convertida en Suzanne (Toulouse-Lautrec la llama así, una muchacha codiciada por viejos), capaz de superar esa mirada, de salirse del lienzo y bajarse de cuadro para apropiarse así su cuerpo. Toulouse-Lautrec (el primero que le dice pintora), luego el viejo Degas son los primeros que reconocen su talento y la apoyan. 


Suzanne Valadon, El Desnudo al espejo, 1909, detalle


Es hora de afrontar las mujeres desnudas de Suzanne Valadon, a veces agrupadas, siempre indiferentes, desnudas para ellas mismas y no para un amante o un voyeur, sin el mínimo pretexto estético, por ejemplo las dos gordas que se asean, lejos de todo «ideal femenino». Valadon las pinta con ternura, complicidad, empatía, como nadie, o casi, las ha pintado antes (Munch quizás, a veces). Valadon rodea los cuerpos con un color negro protector y con frecuencia satura el fondo con motivos de colores invasivos y elimina toda perspectiva, pinta con el cepillo para afirmar la intrepidez de los colores. El detalle aquí arriba, de un Desnudo con espejo de 1909, es una gran audacia: una hendidura depilada bien visible de carnes doradas jaspeadas de azul, violeta, verde, colores que en lugar de evocar la descomposición realzan la luminosidad tierna del cuerpo de la joven. 


Suzanne Valadon, La Venus negra, 1919, 162x97cm, Centro Pompidou


Pintar es su manera de conocer a los demás y de amarlos. Les regala a sus modelos una intimidad alejada de la mirada masculina, las deja afirmar su sensualidad para uso propio, las libera de los cánones y de los lastres. Este conjunto de desnudos femeninos procedentes de una mujer que tanto quiere a los hombres, y a tantos, es una afirmación feminista excelente. En medio de tantos lienzos potentes, tenemos aquí a la Venus negra, orgullosa y púdica, fuerte y confiante: quizás el primer verdadero cuadro de una mujer negra en calidad de mujer, ni exótica, ni condescendiente. 


Suzanne Valadon, Adán y Eva, 1909 (estado en 1920), 162x131cm, Centro Pompidou


También desnudos masculinos, con, aquí, siempre el mismo modelo, su amante y después marido André Utter, 21 años más joven que ella, pintor fracasado pero buen administrador de las carreras de Suzanne y de Maurice Utrillo. Lo echa porque le es infiel, él le escribe que ella «no supo entender que hubiera debido ser solamente y totalmente de él». En La Alegría de Vivir, él es el voyeur a la derecha. Hermoso y atlético, es el único modelo de los tres hombres del Lanzamiento de la red, y tiene la audacia de mostrarlo desnudo, de frente y a su lado en Adán y Eva, un cuadro en el cual, ocurrencia rara, idealiza su propio cuerpo para ser la pareja digna de su amante (en ese momento ella tiene 44 años y él 23). Cuando muestra este cuadro erótico-religioso en el Salón de Otoño de 1920, hará en su obra lo que hizo Volterra il Braghettone  con los frescos de Miguel Ángel. Y, en una época en que las mujeres no podían asistir a las sesiones de dibujo con modelos masculinos, podemos subrayar su osadía: ella es tal vez la primera mujer que pinta un penis. 


Suzanne Valadon, Adán y Eva, 1909, estado original


Además tenemos la oportunidad de hacerle un cumplido a la exposición: su admirable esfuerzo de contextualización con numerosos textos cortos sobre la condición de los modelos, la enseñanza artística, sobre la importancia que se les concede a las pintoras y sobre las galerías. 




dimanche 28 janvier 2024

Lo invisible, lo Unheimlich y la resiliencia


21 de enero de 2024, por Lunettes Rouges

(artículo original en francés, aquí)


Irene Kopelman, Clouds, 2022-2023, tinta sobre papel foto del autor


La exposición Volumen Invisible en la Galería Jocelyn Wolff en Romainville (hasta el 24 de febrero) recuerda un poco la exposición Vacíos en el Centro Pompidou en 2009, pero más modesta y menos radical. En la misma línea de las Zonas de sensibilidad pictórica inmaterial de Yves Klein, aquí presentan diferentes piezas más o menos desmaterializadas y perceptibles por el calor que emiten (Katinka Bock), el sonido que producen (Hilario Isola & Enrico Ascoli) o el soplo que emanan (Francisco Tropa). Se ven dibujos de humo hechos con hilo de cobre (Christoph Weber) y la vista del cielo a través del tragaluz del estudio de Miriam Cahn, cuya cámara puesta sobre su pecho se levanta siguiendo su respiración (pensamos en la pieza «Quince minutos en la noche al ritmo de mi respiración» de la asmática Alix Cléo Roubaud). Aquí arriba, según la tradición de las representaciones de nubes (de los pintores del siglo XVIII a los Equivalentes de Alfred Stieglitz y a Valter Ventura), unos dibujos de siluetas de nubes de Irene Kopelman, espacios confusos que delimita. Lo invisible, lo inmaterial, lo borroso, lo incierto: breviario de nuestro mundo. 


Caroline Delieutraz, Seed 890, 2024, impresión digital sobre tela poliéster, acolchado, perlas, 164x148cm, foto del autor


Unheimlich, concepto freudiano mal traducido como «singularidad inquietante», es la sensación al mismo tiempo de fascinación e inquietud ante las piezas de Caroline Dieuletraz en el nuevo espacio de la galería 22.48m2 en Romanville (hasta el 24 de febrero). En la pared, formas extrañas de tela acolchada con colores cobrizos que evocan insectos monstruosos y también textos de Rorschach, úteros con trompas de Falopio o riñones que se prolongan con vejigas. La exposición se llama Bleen, entre Blue y Green, aunque el fulgor de los colores irisados cubre una paleta más amplia que recuerda los élitros de los escarabajos (Jan Fabre en el Palais Royal, por ejemplo). Triunfo del reino animal, ¿de los artrópodos? Pero las formas son el producto de la interacción de la artista con un programa de inteligencia artificial antes de la actividad manual intensa de costura y acolchonado para producir esos tutos gigantes. Buen texto de presentación de Indira Béraud.


Saoussen Tatah, Pour Taos, 2023, video – pruebas de cámara captura de pantalla por el autor



La exposición Nous sommes au regret -Lamentamos- (hasta el 27 de enero) es un Salón de los Rechazados. Bajo el auspicio de Eduardo Manet (con el grabado del Torero muerto) y de Roger Somville (con una diatriba de 1964 contra la negativa del Museo de arte de Bruselas de comprar sus cuadros no-abstractos), presentan el trabajo de 14 artistas que el sistema del mercado del arte rechaza (o lo sienten así). Más allá de la reflexión socio-económica sobre la resiliencia de los artistas frente a esas tensiones (tema de simposio más que de exposición), podemos reflexionar sobre las causas del rechazo: demasiado exuberantes como la magnífica Reina Muerta de Lidia Martinez, o sobre los colores demasiado llamativos de Nastaran Shahbazi), obras que representan personajes o temas que no están de moda (los ancianos en EHPAD de Adrien Eyraud o los punks viejos de Zoé Bernardi), obras que nos son permanentes (dibujo muy bonito de Eve Malherbe hecho con polvo o pasteles oscuros y frágiles de Nathalie Redard), obras abiertamente sexuales (las cerámicas fálicas y vulvianas de Margaux Laurens-Neel). Reticencia de los comisarios, sin duda: no hay una sola obra rechazada por motivos políticos (aunque la censura se ejerce a fondo, por ejemplo sobre Palestina; pero es tal vez otro tema). No es seguro que haya un nuevo Manet pero hay dos obras que me atrajeron en especial. Primero, haciéndole eco a Manet y a sus espárragos, las fotografías de bodegones de Hélène Langlois que combinan la sensualidad de frutas y verduras, enaltecidas con una magnífica fotografía con fondo negro, con la dureza de los objetos industriales, luz de bicicleta para los espárragos o globo verde para el limón, ante las cuales uno para y respira lentamente. Las pruebas de película (23 minutos) del proyecto de película Para Taos de Saoussen Tatah, quien no obtuvo la financiación para realizarlo: una europea joven en el Magreb, sus amigas, el contraste entre la dureza del desierto, arena y viento, y la dulzura del oasis en donde se bañan alejadas de las miradas, los tiernos ritos conviviales que las unen. Bonito cuento con estética depurada (también ella...). «Saoussen Tatah decidió cambiar su suerte. Se tomó el rechazo y lo utilizó como material nuevo, como barro manipulable y sin forma que abre sin embargo mil posibilidades para construir y llegar a ser. [Ella] cuenta un fracaso de la mejor manera posible, primero aceptando, dándole la vuelta para transformarlo para que viva y se convierta en otra cosa que una condena y en una suspensión de toda creación.» (la co-comisaria Laure Saffroy-Lepesqueur en el folleto de la exposición). Discurso emblemático de la resiliencia de esos artistas. 

 





Gilles Aillaud, en dos tiempos y algunos movimientos


17 de enero de 2024, por Lunettes Rouges

(artículo original en francés, aquí)


Gilles Aillaud, La Mirilla (pared amarilla), 1969, 117x90cm, col. part.


Desde luego que a Gilles Aillaud siempre le gustaron los animales, y los cuadernos de su infancia en la exposición del Centro Pompidou (hasta el 26 de febrero; ver las imágenes aquí) nos lo recuerdan. Pero estamos lejos del naturalismo de François Pompon o de la cursilería de Rosa Bonheur. Y el subtítulo de la exposición, «Animal político», es revelador. Aillaud fue filósofo antes de ser pintor, también fue dramaturgo y decorador, y ante todo fue poeta. Podemos decir de él (como decía Jean Gênet en Gênet à Chatila -existe en inglés-) que su relación con la política es «una relación amorosa inédita puesta en juego en […] un arte poético», frente a las «sirenas desengañadas que cantan el espíritu de la época.» Aillaud dijo que aunque pintara animales encerrados o desplazados, no se trataba de pintar la condición humana sino más bien la ambigüedad de la relación entre el hombre y el animal y «la singularidad de los lugares en donde se lleva a cabo el secuestro silencioso e impune». Leer el bonito texto de Mylène Ferrand. Aquí tenemos dos lienzos directamente políticos, el uno sobre Viêt-Nam y el otro sobre la catástrofe de Fouquières-lès-Lens (pero no está el lienzo adquirido recién por Pompidou y pintado con otros cuatro artistas, entre ellos Arroyo, y cuyo título completo que con demasiada frecuencia abrevian, es «La Datcha, o Louis Althusser dudando en entrar en la datcha tristes mieles de Claude Lévi-Strauss en donde están reunidos Jacques Lacan, Michel Foucault y Roland Barthes en el momento en que la radio está anunciando que los obreros y los estudiantes decidieron abandonar alegremente su pasado»; por esta vez podemos leer a BHL). Pero el otro lienzo no animal (aquí arriba) es mucho más elocuente: data de 1969, dos años después de La Sociedad del Espectáculo, seis años antes de Vigilar y Castigar (Foucault fue el único que salió de la datcha con la creación del GIP), justo después del compromiso de Gilles Aillaud con Mayo 68. No es sino una puerta, un dispositivo técnico sencillo, arquitectural; la pintura amarilla se agrieta, el suelo de pequeñas baldosas multicolores parece inestable y la mirilla está prevista para un enano al menos que la puerta mida 4 metros de altura. Nada trágico a primera vista, pero enseguida, uno se siente encerrado, atrapado en una estructura de control, de vigilancia, de opresión. 


Gilles Aillaud, Reja y alambrado, 1971, 195×250.5cm, Fundación Gandur, Ginebra


Más que animales, Aillaud pinta rejas, jaulas, fosas, ataduras, encierros: da la casualidad de que las víctimas son los animales pero podríamos ser nosotros. La reja podría ser un checkpoint en Palestina ocupada. El patio podría ser en la cárcel de la Santé. La jaula podría ser la de Abu Ghraib o de Sde Teiman. El cercado... etc. Especista o no, es para estremecerse. 


Gilles Aillaud, Orang-outang, 1967, 195x130cm, col. part.


Y cuando detrás de las rejas se encuentran felinos o un primate, sentimos más intensamente la cesura, la fractura entre el hombre y lo que le hace a otros seres vivos, aquí animales, allá humanos. 


Gilles Aillaud, Los pájaros del lago Nakuru, 1990, 200.3x452cm, col. part.


En 1988, Gilles Aillaud se va cuatro meses para Kenia con Franck Bordas quien le permite producir allí unas litografías para su Enciclopedia de todos los animales, incluyendo los minerales (cuyas planchas exponen aquí) y Jean-Claude Bailly quien redacta los textos, la descripción de su experiencia está en un ensayo en el  catálogo. Viaje exclusivamente animalista: el país no le interesa para nada, ni los kenianos, ni los derechos del hombre y, salvo error, a la vuelta, por su parte, no expondrá su trabajo. Un viaje exótico vagamente colonial quizás, pero ante todo, una experiencia casi iniciática de reconciliación con la naturaleza. De una pintura del encierro, Aillaud pasa a una pintura de apertura, de grandes espacios, de respiración; de ahí en adelante una fusión sin trabas de formas entre los animales y la naturaleza, con una paleta más suave de líneas menos duras: se siente su felicidad. Se acaba la denunciación (¿demasiado simplista?) del encierro: otro artista, otra reflexión sobre la animalidad y la humanidad. 



samedi 27 janvier 2024

Berthe Morisot : una exposición rancia


16 de enero de 2024, por Lunettes Rouges

(artículo original en francés, aquí)


Édouard Manet, Retrato de Berthe Morisot recostada, 1873, 26x34cm, Museo Marmottan


En el templo del buen gusto francés que tanto les gusta a la viejas metomentodo que es el Museo Marmottan, hay una exposición (hasta el 3 de marzo) que podemos calificar de rancia, es decir que va hacia atrás, hacia el pasado, siendo además, un pasado bastante idealizado. Su objetivo es mostrarnos que Berthe Morisot fue ante todo una pintora heredera de la tradición de los libertinos del siglo XVIII, Boucher y Fragonard, mas que una pintora anunciadora de la modernidad impresionista e incluso más. Tres argumentos: su medio familiar, citaciones de la tonta de su hija («a mamá sí que le encantaba Fragonard»), algunas consideraciones vagas sobre sus «colores vivos y vibrantes», la «sabia libertad de hechura», su «filiación con un buen vivir que exalta la felicidad y la gracia» y otros discursos desabridos, su práctica episódica del pastel (un arte tan del siglo XVIII...), incluso, de manera más machista, su feminidad y su virgíneo (según Renoir, quien comparaba la pintura de las mujeres como ella, con una vaca que pintaba con la cola, un Aliboron por anticipado). 


François Boucher, Apolo revelando su divinidad a la pastora Isse, 1750, detalle, Museo de Tours, f. del autor


Berthe Morisot, Apolo revelando su divinidad a la pastora Isse,, según François Boucher, 64.2×79.4cm, Museo Marmottan, f. Christian Baraja SLB


Lo ridículo es que ese discurso hueco no va respaldado, en absoluto, con la comparación de los cuadros cuando están juntos. Tomemos por ejemplo el cuadro de François Boucher, Apolo revelando su divinidad a la pastora Isse, del Museo de Tours (a donde Berthe Morisot va religiosamente después de la muerte de su marido, como una promesa hecha al difunto). Primero, claro, Morisot no pinta a Apolo: en 2019 las preciosas ridículas feministas me atacaron pues a propósito de la exposición Morisot en el Museo de Orsay yo había anotado que Morisot casi no pintaba hombres, ni amigos, ni pintores, ni escritores, que sin embargo frecuentaba constantemente; sólo un hombre en sus lienzos, tres o cuatro veces en total, Eugène Manet, un marido insignificante con el que se casó pues no tenía nada mejor, y que su amor apasionado por el hermano, Eduardo, sifilítico y ya casado, no podía ser. Androfobia pictórica aunada con androfilia social: una ambigüedad que según lo que sé, nunca ha sido aclarada realmente, cuando ninguna otra artista había renunciado tan radicalmente a la mitad de la humanidad. Además, tenemos aquí el retrato revelador de su marido en la Isla de Wight, encerrado en su casa mientras que unas mujeres libres se pasean por la calle. Así que, en este caso, copiando a Boucher, Morisot se contenta pintando a las dos ninfas de abajo a la izquierda. Pero mientras que las de Boucher son unas criaturas carnales, las de Morisot parecen ser simples espíritus que se funden con los cañizales: pasamos de una pintura realista a una representación más etérea. Es verdad que podemos encontrar colores parecidos pero la línea es fundamentalmente diferente, las formas se disuelven, se vuelven nebulosas, inciertas, sin contornos demasiado definidos (resalta en los retratos de mujeres en traje de noche). ¿Podemos pretender ver allí una verdadera filiación?


François Boucher, Muchacha dormida, 35x55cm, Fundación Jacquemart André Chaalis




Berthe Morisot, Descanso (Muchacha dormida), 1892, 38x46cm, col. part., f. Thierry Jacob


Otro ejemplo que presentan, el Descanso. El de Boucher es deliciosamente erótico: la jovencita está soñando, los ojos cerrados, los labios húmedos y sonrientes, los pezones endurecidos (y a Morisot le parece «extremadamente atrevida»). Nada de eso en la obra de Morisot («el siglo XVIII sin libertinaje» dice cruelmente Focillon, y sin embargo su pintura sabe ser sensual, si no voluptuosa): su muchacha de aire alelado, de boca entreabierta quizás esté roncando levemente, su seno está flácido. Y ante todo, se trata nuevamente, de una pintura diferente: en lugar de las líneas claras y realistas de Boucher, Morisot logra un borroso vaporoso del más bello efecto. Entonces, como esta exposición sólo ira hacia el pasado, no se dejen engañar, pues además no verán aquí (tampoco en Orsay) sus lienzos «sin terminar», ni su evolución después de la muerte de su marido, hacia una pintura más sencilla que va casi hacia la abstracción. 


Anne-Laure Sacriste, Retrato de B.M. recostada, 2023, huecograbado (Valentine Schopfer), 45x60cm, f. del autor


A la vez encantado por la belleza de la pintura de Morisot y algo agobiado por la vacuidad pasadista que reina en la exposición, el espectador desamparado se refugia en el sótano en donde siente dos momenticos deliciosos. Primero (arriba) uno de los retratos de Morisot por Manet que Jean-Daniel Baltassat (autor de la mejor biografía novelada de Morisot) califica de «obras alucinadas, inmostrables en esa época, pues no se trata tanto de «retratos» sino de erupciones de deseos (negros)». Este pequeño retrato, de un erotismo intenso, es mucho más que una declaración de amor, es el grito de un hombre devastado por una pasión que no puede saciar. Basta compararlo con el triste y melancólico retrato (mal expuesto en una alcoba) que Marcello (la duquesa de Castiglione Colonna) hace de su «amiga de corazón» para asir la diferencia entre la llama y la ceniza, entre la modernidad y el pasadismo. El otro momentico delicioso es el trabajo de Anne-Laure Sacriste sobre este retrato, visto como una infracción, que reinterpreta en un huecograbado descentrado, fantasmal y saturado de negro y que acompaña con una instalación mínima entre monocromos casi negros y aros y placa de cobre, para tratar la falta y la inhibición. Un juego que va acompañado con un corto grisallante. Los gemelos, sobre dos figuras atléticas del Museo arqueológico de Nápoles: una tensión y un equilibrio que estructuran la sala. Aquí se respira.