26 de septiembre 2024, por Lunettes Rouges
(artículo original en francés, aquí)
Este texto, escrito para la exposición de Carla Cabanas en Alvito en la colección Marin Garpar, acaba de salir (en tres idiomas: FR/IN/PT) en el libro Carla Cabanas. De onde venho /Para onde volto (De donde vengo / A donde vuelvo) editado en la colección Marin Gaspar. En 2017 yo ya había escrito sobre su trabajo: «La imposibilidad de ver».
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Una fotografía es, cada cual lo sabe, una imagen, una representación fiel del mundo real, lo que los teóricos de la fotografía como Rosalind Krauss[1] o Philippe Dubois[2] llamaron un «índice», y Roland Barthes[3] un «referente», es decir un rastro, una huella de la realidad. Una fotografía es una imagen impresa en papel que luego enmarcamos para colgarla en la pared y poder contemplarla con agrado por su belleza, por los recuerdos que evoca o por la información que nos da. Pero, en la exposición de la fotógrafa Carla Cabanas en Alvito no hay ese tipo de imágenes. No hay imágenes que podamos contemplar tan fácilmente; en las paredes de la exposición no hay representaciones convencionales. Solamente hay perturbaciones de la mirada, imágenes más o menos inalcanzables. Una modificación deliberada que parece ser un intento para no dejarnos ver las fotografías.
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Desde la entrada nos confrontamos con dos esculturas tubulares que parecen ser arañas gigantes, tentáculos de metal oxidado incomodan el paso: se trata, dirán, de instrumentos para transportar fotografía. Las dos imágenes puestas se adaptan a la estructura, van enrolladas en tubos de tiendas de campaña que no se pueden ver totalmente, hay que desplazarse, combinar puntos de vista para percibir tal o tal parte y únicamente mentalmente, asociando las diferentes visiones, el espectador logra reconstituir la imagen completa (serie Seres Imaginários – tenda).
Al lado, y también en la sala pequeña, no solamente la fotografía está arrugada, doblada, sino que ha sido víctima de seísmos y de temblores tectónicos, de los cuales aquí no emerge sino una cara y allí un cuerpo acéfalo que es difícil de reconstituir; además una barrera contraría el acceso a la imagen, es una reja oxidada parecida a las que protegen las ventanas de los choques y de los indelicados. Se trata, al mismo tiempo, de esconder y mostrar sin informar, para proteger de no sabemos qué secreto, qué intimidad. Percibimos que debe tratarse de la memoria, del recuerdo, pero frente al fracaso de la visión no sabemos cómo captar, sólo podremos conservarlo como una forma soñada, fantasmeada (serie Seres Imaginários – grade).
En otro lugar las fotografías son claramente planas, están enmarcadas, van puestas en los soportes, pero es la superficie misma que perturba y molesta la visión. En unas los personajes enmascarados con depósitos de oro sobre el papel fotográfico, son casi bajorrelieves relucientes: un gesto reparador del que hablaré más tarde; esta serie Seres Imaginários – ouro es una continuación de su primera serie con oro, I Don’t Trust Myself When I’m Sleeping II.
Las otras se ven borradas, raspadas, parcialmente destruidas: las esquirlas del papel raspado se amontonan en la parte de abajo del marco, vestigio del deterioro, testigos del acto destructivo. Una cara borrada, una mujer cuyo cuerpo se funde en la masa granulosa de la pared (como una Dafne mineral); llamas que surgen de abajo como el fuego del infierno que lame a los pecadores, o una lepra que invade poco a poco la imagen como un virus contagioso. La serie O que ficou do que foi fue repetida en varios álbumes, algunos con fotografías encontradas, de otros o de álbumes de la familia.
También es obstáculo para la visión, la escultura Pinnacle Grouse (de la serie Seres Imaginários – O Bestiário), suspendida al techo y que gira suavemente sobre ella misma, como símbolo de ensimismamiento: la hoja doblada como un abanico recortado tiene un lado dorado y en el otro una imagen que, nuevamente, no podemos ver entera. Para ello hay que hacer una rotación de la pieza y después partiendo de las partes, recomponer todo mentalmente.
Con esas piezas, Carla Cabanas pone en dificultades el concepto de planitud de la fotografía: sus imágenes son multidimensionales, ya sea con fuerza al igual que sus esculturas fotográficas, o discretamente cuando le añade o le quita materia a sus impresiones. En el primer caso podemos vincularla con la teoría de los objetos fotográficos desarrollada por Markus Kramer[10] y practicada por artistas como John Hilliard cuando empezaba, Seth Price, Spiros Hadjidjanos o Kelley Walker. En cuanto a su juego con la materia de la impresión, podemos ver ya sea una sustracción de materia que se aparenta con la escultura de talla directa (madera o mármol), o una adición como en la escultura por modelage (arcilla), así como la practica el escultor-fotógrafo Henri Foucault[11]. Otras piezas que no muestran aquí ponen en volumen el ocultamiento de la imagen y la visión frontal y directa de las fotografías se vuelve imposible: la serie
Eclipse está hecha con cajas luminosas puestas hacia la pared que dejan escapar por los lados un poco de luz y en su interior podemos ver por reflejo, con dificultad, una fotografía encontrada. Podemos verlas de cerca, al sesgo: un recuerdo que no se podrá conservar sino vago y deformado.
Esta dimensión adicional de la imagen fotográfica es, por supuesto, el resultado de una intervención física de la artista, de un gesto activo. Carla Cabanas no toma fotos, una acción según la cual el único gesto físico sería la presión del dedo en el disparador. Utiliza fotos tomadas por otros, recuperadas en álbumes de familia o en las Pulgas, y es ahí en donde empieza su trabajo: doblar, recortar, raspar, borrar, o pegar y cubrir con oro. En su video Quid Pro Quo, muestra cómo transforma una imagen que se vuelve otra con todas las vacilaciones, los errores, las pausas que el proceso creativo implica. La dimensión física y activa al transformar la imagen, también transforma a la artista que ya no es una fotógrafa-grabadora sino que se convierte en artista plástica que crea formas nuevas, entre dibujo y escultura.
Las dos salas más lejanas de la exposición presentan trabajos anteriores que datan de 2003, cuando la artista terminaba sus estudios de Artes plásticas en Caldas da Rainha, y desde entonces no los habían mostrado. En una de las salas (serie As tatuagens), diapositivas viejas (del tipo de esas que hacíamos en las vacaciones para luego proyectarlas a los invitados y contarles los viajes) se proyectan en su cuerpo transformado entonces en pantalla. Son imágenes estiradas que se ponen rojas. Su cuerpo superficie de proyección es el campo de un desdoblamiento de la imagen, de una propagación. A veces incluso, un ojo o la boca de un desconocido en la diapositiva coinciden con el ojo o la boca de la artista, como si ella se apropiara la persona, como si la devorara o fusionara con ella. Un desdoblamiento que evoca otras prácticas nostálgicas basadas en la misma forma, como el trabajo de la sudafricana Lebohang Kganye con su madre ausente; además, la absorción de las imágenes por el cuerpo de la artista recuerda el consumo eidético de imágenes por Lindsay Seers[16], o ciertas performances (trucadas) de mujeres medios o fotógrafos espirituales de principios del siglo XX, por ejemplo Marthe Béraud, que hacía aparecer imágenes de ectoplasmas en los cuerpos. Carla Cabanas retomará ese mecanismo de proyección de imágenes pero en el cuerpo del espectador que deambula en medio de un laberinto de retazos de tul suspendidos, y que sirven de pantallas transparentes que interrumpen el flujo luminoso y por un instante son el soporte de la imagen proyectada (A mecânica da ausência II).
La última sala muestra, una vez pasada la pesada cortina opaca que la cierra, ocho cajas luminosas rojas que en la oscuridad exponen un desdoblamiento del cuerpo mismo de la artista. Desnuda en su laboratorio con luz inactínica posa en un espejo directamente y acciona su cámara. En cada una de las fotografías de primer plano aparece un detalle del cuerpo: seno, cara, vellos íntimos que apenas se adivinan, una mano, los dedos de los pies, los ojos. Una de las imágenes más anchas muestra el cuerpo horizontalmente, como si fuera un yacente. El espejo recorta las formas y crea formas extrañas e improbables y a veces misteriosas. El espejo trunca, engaña, disimula y al mismo tiempo concentra la mirada. La mostración íntima de este conjunto sensual, presentado en su cofre secreto, genera una sensación a la vez turbia y excitante, un trabajo temprano (ya) que da testimonio de la relación ambigua y jugadora con la representación fotográfica y su deconstrucción.
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Podemos ver las obras de juventud como el cuestionamiento identitario de una joven quizás todavía insegura. Se resolverá dando un paso al lado hacia imágenes más tranquilizadoras, más maleables, imágenes familiares, la suya o de otros. Es a partir de esas imágenes aparentemente más neutras que se hará su proyección, y ya no sobre su propio cuerpo: pudor, quizá, y también una forma de transferencia, de distanciación. Ya no es su cuerpo que será tratado, ilustrado, es el papel fotográfico que será manipulado como una piel: acariciado, maquillado, adornado, o en general recortado, rasgado, hendido, traumatizado y luego cicatrizado.
Empieza con álbumes de fotografías de familias desconocidas que compra en las Pulgas, lo que le permite conservar cierta distancia en relación con su propia historia, perfeccionar su enfoque al tiempo que preserva sus recuerdos, desmontar el mito de la familia ideal ejercitándose con otros. Después se atreve a trabajar con las fotografías de su propia familia y se esfuerza por superar sus propias fracturas, sus emociones complejas: el recorte y el ocultamiento se vuelven una suerte de terapia. En las fotografías de extranjeros, sin duda ya muertos, su instrumento de recorte puede llamarse escalpelo, herramienta de disección en las autopsias; pero cuando se confronta con las fotografías de su familia (de personas vivas o que en todo caso ha conocido como tales), entonces es mejor llamarlo bisturí, herramienta de cirugía.
Otro mecanismo de distanciación pasa por el libro de Borges [19] sobre los seres imaginarios, que en esta exposición inspira la escultura Pinnacle Grouse mencionada aquí arriba, que exponen en otro lugar, y la escultura A Bao A Qu (también de la serie Seres Imaginários – O Bestiário), una búsqueda de pureza como metáfora de su crecimiento. Nacidos de esas leyendas los monstruos de Borges se vuelven más fáciles de afrontar que monstruos demasiado familiares, y permiten entonces un desvío, una transferencia emocional más aceptable. Una constante en el trabajo de Carla Cabanas consiste en esconder y mostrar al mismo tiempo, mostrar sin informar, entregar solamente una parte del sujeto, fragmentar el cuerpo y la imagen. Por supuesto que las formas siguen siendo reconocibles, a pesar de los huecos, los ocultamientos, las trampas, pero hay que hacer un esfuerzo para reconstruir la imagen. Es un juego constante entre presencia y ausencia. Al igual que un recuerdo no se revela solo ni fácilmente, también hay que reconstituir la memoria, luchar contra el olvido. Puesto que, y es evidente desde las primeras imágenes que vemos de la artista, se trata esencialmente, de un trabajo sobre la memoria y el olvido que esta conlleva.
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La fotografía ha sido siempre, desde hace casi dos siglos, un vector de memoria, un soporte de recuerdos, esto es prácticamente un lugar común, una evidencia. Volvemos siempre a Barthes, imprescindible: «repite mecánicamente lo que no podrá repetirse nunca más existencialmente [21]» y también: «La fotografía no recuerda el pasado. El efecto que produce en mí no es el de restituir lo extinguido (por el tiempo, la distancia), sino dar testimonio de que lo que estoy viendo sí fue.[22]» En la actualidad se volvió casi un tópico citar la fotografía de la madre de Barthes en el jardín de invierno y el vínculo que hace entre fotografía y muerte: «en adelante había que interrogar la evidencia de la Fotografía, no desde el punto de vista del placer, sino en relación con lo que llamamos de manera romántica el amor y la muerte.[23]» Cuando Carla Cabanas trabaja en especial fotografías de su propia familia, se encuentra confrontada con la dimensión melancólica y fúnebre de la fotografía, revisita el recuerdo de parientes hoy fallecidos.
Pero, al intervenir en esas fotografías les devuelve el aura a esas personas desaparecidas: en línea con los experimentos de la fotografía espiritual de finales del siglo XIX, por ejemplo los del Doctor Hippolyte Baraduc y del Comandante Louis Darget[24], los estados de ánimo, los sentimientos, se inscribían en la fotografía misma, o, más precisamente, eran expresadas inconscientemente con las intervenciones en la impresión por parte del artista, para dar lugar a una fotografía «suprasensible de las fuerzas vitales». Una mujer cuya cara desaparece en la grisura de la pared detrás de ella, un soldado armado que se disuelve en espiral en el paisaje, unos niños incorporados en la vegetación, al igual que los monstruos dorados que se injertan o se confrontan con el personaje, ¿no son ellos también fantasmas del pensamiento?
Otras fotógrafas[25] intervienen en las fotografías de familia y las modifican, ya sea con trenzado (Samin Ahmadzadeh), bordado con hilo rojo (Carolle Benitah), trabajos con aguja (Christelle Cantereau, Delphine Melliès, Diane Meyer). Todas esas imágenes son al mismo tiempo «sacrificiales y nemónicas», pero Carla Cabanas es, junto con Odette England, la que le ocasiona más daños a la toma original. También podemos poner su trabajo como respuesta a las destrucciones fotográficas que Pauline Martin analiza en su libro[26] sobre el vacío en fotografía, en especial en los trabajos de recorte de Hans-Peter Feldmann o de borrado de Éric Baudelaire: una forma de violencia fotográfica, de ataque a la fragilidad de la fotografía[27].
Todo un aspecto del trabajo de Carla Cabanas está marcado por la violencia. Excava la imagen, la recorta, la corroe, la reduce a migajas, la vuelve polvo. Es una forma de ensañamiento, de destrucción deliberada de la representación, que no obstante la dulzura aparente de la artista, es como si gritara, se rebelara, rechazara. Quizás no debiéramos preocuparnos por la identidad de los modelos, por su cercanía y por los sentimientos que ella tiene por ellos; es posible que no haya que preguntar quién es el hombre del fusil, quién es el anciano engalanado con plumas doradas, quién es la mujer contaminada por la lepra de la pared, o porqué la niña derrama tal torrente de lágrimas de oro ante el joven alado. Poco importa, en el fondo, solamente debe ser importante para ella. Mirémoslo como material para su creación, un pretexto, más objetos plásticos que personas. No violemos la intimidad de la artista. Sean cuales fueren sus motivos más o menos conscientes en esta empresa de eliminación, lo que debe contar es la dimensión universal del trabajo. Aquí Cabanas pasa de su memoria individual a nuestra memoria colectiva.
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En esta empresa de ocultamiento, hay que darles un lugar especial a las fotografías tratadas con oro. La técnica es antigua, es la del kintsugi[28], una porcelana o cerámica rota se pega poniéndole laca y oro en las roturas. Este método reparador tiene en cuenta el pasado y la historia del objeto, acepta sus imperfecciones sin negar los accidentes que ha tenido. En lugar de disimularlas, las reparaciones son realzadas con el oro. Cuando se rompen un plato o un jarrón por ejemplo, ello no implica su final o que se vuelvan desechos, al contrario, se genera una resurrección, como el Fénix, un nuevo ciclo de vida después de la herida.
El oro, imputrescible, inalterable, pero también maleable y dúctil ha sido en todas las épocas un signo de distinción, riqueza y poder, pero también un vector de elevación espiritual, de sagrado y de sublimación[29]. Las religiones más antiguas vieron en él una promesa de eternidad, de acceso a lo divino. Podemos referirnos a la edad de oro cantada por Hesíodo, evocar a Juan Crisóstomo es decir boca de oro, o revisitar toda la tradición alquimia de la Gran Obra. En los gestos mágicos de protección del muerto en los ritos del antiguo Egipto, pasando por los retratos de El Fayum, como durante las ceremonias funerarias gitanas[30] en las cuales los parientes depositan monedas de oro en los párpados cerrados del muerto, el oro es una protección contra la muerte, un seguro de vida en el más allá. Algunos artistas contemporáneos[31], Johan Creten, Louise Bourgeois, o, de manera más radical (y hasta su muerte dorada) James Lee Byars, revisitaron la resurrección por el oro del frágil mortal, transformado así en ícono suprahumano. En la obra No Body Never Mind 002 de los coreógrafos Ana Borralho y Joao Galante, los dos bailarines desnudos le pegan con su saliva hojas de oro al cuerpo del otro, otorgándole así la inmortalidad.
Durante los salvamentos en alta montaña que tuve que realizar en otra vida, utilizaba con frecuencia mantas técnicas de supervivencia y creí percibir en la escultura Pinnacle Grouse una evocación de ellas; son mantas de doble faz que se usan para cubrir a los heridos, pueden generar calor por el lado dorado y frío por el lado plateado. En esos casos se trata de salvar, de desafiar la muerte, de proteger los cuerpos frágiles contra la violencia. Aunque esta interpretación es muy personal es verdad que Carla Cabanas cura sus fotografías heridas con el kintsugi: el oro del kintsugi valoriza las fisuras, muestra las debilidades, las repara y no esconde que fueron reparadas. Es lo mismo que la artista hace con sus propias angustias.
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¿Cómo hay que ver las imágenes de Carla Cabanas? Primero podemos mirarlas con el prisma del estilo y de la ontología de la imagen: las intervenciones físicas, gestuales, casi esculturales, en las imágenes originales, hacen que la imagen ya no transmita tan perfectamente las informaciones de las que era depositaria[34]. Entonces lo que más cuenta además de su poder de representación, es, por una parte, su materialidad, la calidad de objeto físico, y por otra la relación que el espectador desconcertado intenta establecer con ella.
El enfoque más evidente de su trabajo está yendo al terreno de la historia y del recuerdo, viendo en las partículas de memoria un deseo de pertenencia, la voluntad de herencia, en resumen, la búsqueda de identidad. La imposibilidad de ver las imágenes enteras es idéntica a nuestra incapacidad para recordar todos los detalles de nuestro pasado. Ello evoca, por supuesto, En busca del tiempo perdido, y también el misterio infinito, hasta ahora apenas resuelto, de los mecanismos neurológicos de la memoria.
La memoria de su familia y también la memoria de los lugares (puesto que también tiene un vínculo con Alvito) y más generalmente la memoria de una época, son para ella objetos de averiguación, superación, mutación. De cierta manera en este mosaico de imágenes construye su propio autorretrato, construye su propia imagen en el interior de una red de relaciones familiares y también sociales e históricas. Como le decía el fotógrafo y poeta Denis Rocha poco antes de su muerte en 2015, a su técnico de revelado Guillaume Geneste: «Lo formidable con la fotografía es todo lo que tiene alrededor.[35]» Alrededor de la fotografía están la ausencia, el silencio y la angustia.
Y cómo no interrogarse entonces sobre la voluntad de ocultamiento, de destrucción, de invisibilización de las imágenes, de los recuerdos, omnipresentes en el trabajo de Carla Cabanas. Sin explorar necesariamente la dimensión sicológica, sin despertar los fantasmas dormidos detrás de las imágenes, hay que reconocer y aceptar esa dimensión más oscura, la inquietante singularidad, sin inmiscuirse, tomando la distancia necesaria. Es esta ambigüedad la que hace la fuerza de su trabajo.
Todas las fotos (c) Carla Cabanas.
Pido disculpas por la pour la numeración discontinua de las notas de fin.
[1] Rosalind Krauss, « Notes on the Index: Part 1 & 2 » in The Originality of the Avant-Garde and Other Modernist Myths, Cambridge, MIT Press, 1985, p. 196-219.
[2] Philippe Dubois, L’Acte photographique, Paris, Nathan, 1990, en especial los capítulos 1 a 3.
[3] Roland Barthes, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Paris, Cahiers du Cinéma / Gallimard / Seuil, 1980, en especial capítulo 32, páginas 119-122.
[10] Ver Markus Kramer, Photographic Objects, Heidelberg, Kehrer, 2012.
[11] Ver Henri Foucault, Paris, Léo Scheer, 2005.
[16] Ver Lindsay Seers, Human Camera, Birmingham, Article Press, 2007.
[19] Jorge Luis Borges, El libro de los seres imaginarios, Paris, Gallimard, 1987.
[21] R. Barthes, op. cit., p. 15, ch. 2.
[22] Ibid, p. 129, ch. 35.
[23] Ibid, p. 115, ch.30.
[24] Ver Dubois, op.cit., p. 216-219.
[25] Estas fotógrafas se mencionan junto a Carla Cabanas en el capítulo « Manufacture photographique. Réparation et résilience » dans Michel Poivert, Contre-culture dans la photographie contemporaine, Paris, Textuel, 2022, p. 131-133.
[26] Pauline Martin, L’Évidence, le Vide, la Vie. La Photographie face à ses lacunes, Paris, Ithaque, 2017.
[27] Ver Marc Lenot, « Fragilité de la photographie » dans Héloïse Conésa (dir.), Épreuves de la matière. La photographie contemporaine et ses métamorphoses, Paris, Bibliothèque nationale de France, 2023, p. 29-33.
[28] Ver Céline Santini, Kintsugi, l’art de la résilience, Paris, Éditions First, 2018.
[29] Ver especialmente el catálogo OR del MUCEM, Marseille, 2018.
[30] Ver la película El tiempo de los gitanos de Emir Kusturica, 1988.
[31] Ver especialmente a Anne-Marie Charbonneaux y Gérard-Georges Lemaire, L’Or dans l’art contemporain, Paris, Flammarion, 2010.
[34] Ver sobre ese tema Vilém Flusser, Hacia una filosofía de la fotografía, Belval, Circé, 2004
[35] Citado por Guillaume Geneste, Tout autour de la photographie, Marcillac-Vallon, Lamaindonne (Collection Poursuites et Ricochets), 2023, p. 6 et paraphrase de la page 27.