jeudi 10 octobre 2019

La pintura inglesa sin Ladies, y sin Conversation pieces


01 de octubre de 2019, por Lunettes Rouges




Thomas Gainsborough, Gainsborough Dupont, c.1770-5, 45.5×37.5cm

La edad de oro de la pintura inglesa es mucho decir, maxime considerando que apenas tocan a Turner, pero la exposición en el Museo del Luxemburgo (hasta el 16 de febrero) puede ser una oportunidad excelente para aburrirse elegantemente ante los retratos de la aristocracia y de la alta burguesía inglesa del siglo XVIII y principios del XIX, ante sus encantadores niños, sus interiores magníficos y sus paisajes bastante insípidos: esa parte de la exposición tiene un interés histórico, politico y social evidente (incluyendo muy buenas explicaciones a propósito del mercado y su influencia en los pintores), pero, estéticamente, excepto si le apasionan Gainsborough, Reynolds y sus pares, es verdad que uno bosteza. Menos mal que hay algunas disonancias, son ellas las que saltan a la vista y ello distrae bastante. No presentan a la atrevida Mrs Abington, de Reynolds, pero sí el retrato del sobrino de Thomas Gainsborough, llamado Gainsborough Dupont, pintado más libremente sin duda a causa de su complicidad recíproca que exhala ya cierto perfume de romanticismo, tanto por los rasgos finos, casi afeminados, del joven de mirada curiosa y triste y de mechas indisciplinadas, como por la hechura inacabada del cuadro, con el blanco borroso del volante. 

Sir William Beechey, Thomas Law Hodges, c. 1795, 76.5×63.5cm

Prerromántico también el retrato por William Beechey del joven Thomas Law Hodges en 1794/95, prometido a un futuro brillante de político, en quien la mirada penetrante y la determinación contrastan con una cabellera prematuramente cana, diríamos. Por su expresividad estamos lejísimos de los retratos acompasados e inexpresivos que tapizan las paredes de las primeras salas de la exposición. 

Francis Cotes, Paul Sandby, 1761, 125.1×100.3cm

Menos inesperado quizás es el aspecto soñador del acuarelista Paul Sandby por Francis Cotes en 1761: cuando pintamos a otro artista podemos permitirnos más libertad, más emoción. Sandby está en acción, agachado hacia la ventana en lugar de posar fríamente, la mirada intensa en lugar de digna y vacía. Es más sencillo escaparse hacia emociones románticas haciendo el retrato de otro pintor, que el de una duquesa...


Daniel Stringer, Portrait of the Artist, 1776, 84.5×68.3cm

Un paso más y llegamos al artista maldito, a quien la inspiración ha abandonado y que solo, delante de su lienzo, con una extraña postura de torsión, medita y se lamenta. Daniel Stringer, de quien conocemos pocos cuadros, no soportará la tensión de la creación artística, dejará de pintar y terminará loco y alcohólico a los 54 años. La audacia de representarse así, desamparado delante de un lienzo virgen es bastante rara, desvela demasiados tormentos del pintor. Existe (gracias a Marie Lavin) este autorretrato de Horace Vernet fumando a la búsqueda de inspiración, pero menos atormentado, y este dibujo de Picasso en el cual el pintor se acaricia el mentón de forma interrogativa (si usted conoce otros, me interesan), pero Stringer me parece el más trágico. 

George Morland, Inside of a Stable, c. 1791, 148.6×203.8cm

Otro pintor maldito, que también cae en la perdición, el juego y el alcoholismo, es George Morland, el único aquí que pinta gente del pueblo, en medio de todos esos aristócratas y burgueses dignos: este cuadro monumental (2mx1,5m) no representa una escena de guerra o un paisaje majestuoso, o una reunión de familia aristocrática sino el interior oscuro de una caballeriza, escena rústica banal. No son apuestos jinetes, ni siquiera mozos de cuadra con librea, sino dos pobres muchachos de finca bastante mal vestidos; los caballos no son elegantes pura sangre ingleses sino caballos de trabajo o de tiro, pesados y macizos, incluso el poney parece tosco y sin pulir. La luz lateral pasa por una puerta ordinaria y por una ventana en donde cuelga una cortina en pedazos (en donde se encuentra la firma del pintor, buen símbolo); herramientas por el suelo, trapos en un clavo, vemos aquí, varias décadas antes de Courbet, un cuadro realista y humilde que suena como un grito, como un puño alzado en esta exposición.

Agostino Brunias, Dancing Scene in the West Indies, 1764-1796, 50.8x66cm

Para terminar, para completar mi recorrido paralelo en esta exposición, un poco de exotismo colonial: Agostino Brunias es un italiano, que vivió primero en Londres y luego en las Antillas. Pinta esta escena de baile de mujeres negras y mestizas, con todos los estereotipos posibles de la época: alegría de vivir, lascivia y erotismo exótico, sin la mínima evocación del contexto, la esclavitud y el colonialismo. Una pintura hecha para vendérsela a los plantadores, sin la mínima señal premonitoria de que ese mundo se derrumbará. Terminaremos entonces con el grandioso y aterrador cuadro de fuego del romántico John Martin que muestra la erupción del Vesubio, el fin del mundo (que es también el nombre de uno de sus cuadros). Y así, nos salvamos de las duquesas. 

John Martin, The Destruction of Pompei and Herculaneum, 1822, 161,6x253cm

Todos los cuadros vienen de la Tate, de donde también proceden las imágenes.

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