(artículo original en francés, aquí)
Eugène Delacroix, Dante y Virgilio en los Infiernos, 1822, detalle, óleo sobre lienzo, Museo del Louvre |
El inconveniente con Delacroix es que creemos que lo conocemos. Tantos cuadros suyos nos son tan familiares que la sala del principio de la exposición en el Louvre (hasta el 23 de julio) nos llena de alegría. Es verdad que hay que ir a la sala Mollien del Museo, para ver a Sardanápalo y la Toma de Costanstinopla; pero encontrarse de repente rodeado de Dante y Virgilio en los infiernos, de Grecia entre las ruinas de Missolonghi, de la Matanza de Quíos, de la Batalla de Nancy y la Libertad guiando al pueblo, hace casi sofocar de emoción, de alegría y también de curiosidad. Tanto tumulto, tanta confusión, todos esos cuerpos entrelazados, la abundancia de cadáveres, la sangre que brota de las rocas, la furia romántica, el soplo heroico. Aunque conozcamos ya cada uno de sus cuadros no dejamos de maravillarnos. Cojamos por ejemplo a Dante y a Virgilio : la audacia de los cuerpos torcidos agarrados a la barca, el pie del uno clavado en el vientre del otro, la única mujer no es la menos apasionada, el pavor de dos humanos, el barquero Flegias del que sólo vemos la espalda musculosa, y abajo, a la derecha, el extraño abrazo de dos condenados. Se queda uno largo rato en esta sala a no ser que esté hastiado o sea pedante.
Eugène Delacroix, Cleopatra y el Campesino, 1838, óleo sobre lienzo, 97.8×127.7cm, Chapel Hill, Ackland Art Museum, The University of North Carolina
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Y entonces, naturalmente, a lo largo de la exposición, muy completa y erudita, el clímax se va atenuando. El interés reemplaza la emoción. Las litografías provocan todavía miedo, pero con risa sarcástica. La fascinación por los cuerpos de moros y mulatas, el orientalismo marroquí con caballos (espléndidos) y batallas, el erotismo banal pero envuelto con objetos preciosos, joyas, pieles y otras decoraciones más sensuales que el cuerpo mismo, todo el periodo de ascenso (bastante estratégico) del pintor hacia la gloria inspiran todavía suspiros de admiración. Así en Cleopatra y el campesino que yo no conocía, el contraste de las pieles, la blancura diáfana de la reina pensativa y la rudeza sensual del insolente campesino, son impactantes.
Eugène Delacroix, India mordida por un tigre 1856, óleo sobre lienzo, 51×61.3cm, Stuttgart, Staatsgallerie, |
Los cuadros religiosos y los grandes decorados (bastante mal presentados) se van volviendo aburridos; y las salas finales son de una banalidad terrible. El pintor, instalado en su gloria vuelve a tomar temas trillados : fieras en exceso, ramos de flores horribles, todo lo que pudiera venderse, pinta en serie. A veces se nota un buen arrebato (como la India mordida por el tigre), pero sus náufragos son lisos y lúgubres, el Cristo sobre el lago es banal, el Ovidio entre los escitas es anecdótico y las Bañistas son ridículas cuando sabemos lo que pinta Courbet en ese entonces. Pero se trata del Señor Delacroix, de la Academia, gran pintor nacional, entonces hay que inclinarse. Salimos con la impresión de haber perdido nuestras ilusiones, tristes al ver hasta que punto los honores y la gloria lo volvieron soso. Al salir, pasamos de nuevo por la primera sala para oxigenarnos.
Podemos leer sin embargo a Dagen (más bien que a Rykner).
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