le 3 janvier de 2020, por Lunettes Rouges
Greco, Expulsión de los mercaderes del Templo, 1610-14, Madrid, iglesia San Ginès de Arles, óleo sobre lienzo, 106x104cm |
Hay muchísimas formas de hablar de la exposición del Greco en el Grand Palais (hasta el 10 de febrero), podemos hablar de influencias, de formas y colores, podemos hablar de su combinación de inventos y de variaciones, numerosas (y una de las salas presenta 4 versiones de la Expulsión de los mercaderes del Templo, de 1570 a 1610/14, muy interesantes de comparar), podemos hablar de su taller y de su «modelo económico» en Toledo al final de su vida, y todo ello, el catálogo y la exposición lo hacen muy bien. Pero cómo hablar de lo que impresiona al espectador ante un lienzo del Greco, cómo hablar de su originalidad, de su unicidad, que presentimos enseguida pero que es imposible explicar en términos racionales, sino con chorradas (astigmatismo) o pedanterías.
Greco, San Lucas pintando a la Virgen, 1560-66, Atenas, Museo Bennaki, tempera y oro sobre lienzo marouflée sur bois, 41x33cm |
Entonces habrá que salirse de todo ese racional, de lo científico, de lo demasiado definido, para tomar atajos con el riesgo de pederse y de que cualquier sabio nos reoriente. Para mí (y el libro del pintor Jean-Paul Marcheschi lo ha motivado, sin duda porque es un artista y no un historiador de arte), hay que hablar de lugares abandonados, de tierras abandonadas, de identidades fracturadas. Nacido en Creta, lugar extraño y singular, en la frontera de Occidente aunque la isla perteneciera a Venecia, Domenikos Theotokopoulos (hijo de la madre de Dios) es un isleño que durante 25 años estuvo limitado por un horizonte marino. Pintor excepcional de iconos (en la exposición, un San Lucas pintando a la Virgen), probablemente aquel universo demasiado cerrado, tanto geográfica como culturalmente no lo satisface y (¿sobre todo?) con códigos de composición pictórica e iconográfica que gobiernan su oficio de pintor. .¿Sería un primer fracaso? digamos, una huida, una salida.
Greco, Retrato del cardenal Niño de Guevara, hacia 1600, NYC, Metropolitan, óleo sobre lienzo, 171x108cm |
A los 26 años se va para Venecia, ciudad abierta sobre el mar y capital. Pictóricamente su pintura de iconos recuerda la época de Cimabue, tres siglos antes, tres siglos «que compensar»: confrontado a la pintura veneciana (de la que podemos suponer ¿sabía poca cosa en Candia?) cae primero en una especie de catalepsia y deja de pintar durante un tiempo. Además, pierde su nombre impronunciable para convertirse en «El Greco»; abandona su idioma, su alfabeto, su cultura, quizás su religión, se asimila y se integra. Cuando se «mejora» de esa fractura radical, cuando comprende de que está realmente en otro mundo, se pone a imitar y a copiar: ¿qué otra cosa puede hacer? ¿Y, qué fracaso o qué deseo hace que se vaya de Venecia al cabo de solamente tres años? Quizás por no querer ser el inmigrante llegado de la colonia cretense y salir de su condición. En todo caso se va llevándose en la memoria al Tiziano y a Tintoreto.
Greco, El Soplón, joven soplando 1569-70, Madrid, col. Colomer, óleo sobre lienzo, 60×50.8cm |
¿Habrá pasado brevemente por Florencia? El Greco se instala en Roma en 1570, a los 29 años: oportunidad de trabajo en la sede del papado, deseo de frecuentar a otros artistas, esperanza de encontrar su propio estilo, todo ello sin duda. Nuevo exilio, hay que encontrar nuevos puntos de referencia. Allí también es borrado su nombre (y se inscribe en la Compañía de San Lucas como «Dominico Greco»), su cultura queda oculta y tiene que adaptarse. Pero ni clientes regulares, ni pedidos públicos y la arrogancia de querer borrar la Sixtina y sobrepasar a Miguel Ángel, una arrogancia que le causa algunos problemas (pero puede que sea una leyenda). Nuevo fracaso, tiene que irse de nuevo después de siete años. Se va para España gracias al confesor del Rey. Se va con el pintor italiano Francisco Preboste, de quien algunos (Arrabal) dicen que fue su amante.
Greco, Marie-Madeleine Pénitente, 1576-77, Budapest, museo Szepmuveszeti, óleo sobre lienzo, 157x121cm |
Madrid es entonces la capital del país más rico, nuevo exilio en 1577. Se queda Greco (y no griego), pero la firma en sus cuadros será siempre su nombre de nacimiento en caracteres griegos, una afirmación orgullosa y disidente de su diferencia (además, no tenía ningún libro en español en su biblioteca). Intenta agradarle al Rey (Felipe II), pero posiblemente no se sienta cómodo con su futuro de cortesano, pues muy rápidamente va y viene entre Toledo y Madrid. Sus esperanzas madrileñas se derrumban en 1580/82 con el fracaso del Martirio de San Mauricio, encargado por el Rey pero juzgado poco conforme con los imperativos del Concilio de Trento de los cuadros, que debían incitar a la oración: el impertinente Cocteau lo describió como «un macizo de vergas erectas» ...
Greco, Matrimonio de la Virgen, hacia 1600, Bucarest, Museo Nacional, óleo sobre lienzo, 110x83cm |
Puesto que no es Madrid entonces Toledo, una ciudad áspera y dura, que desde hace dieciséis años ya no es la capital del Imperio, y alejada entonces de las intrigas de la corte y de los modelos obligados. Ciudad de religión, de mística, de éxtasis con Teresa de Ávila y Juan de la Cruz; ciudad al margen dentro de su orgulloso aislamiento. Es entonces una ciudad en la que con un poco de habilidad se puede vivir al margen, desobedecer a las reglas, invertir los papeles, ser un maestro de la ambigüedad, en pintura como en la vida. Tiene un hijo con una aristócrata en 1578 y sigue su relación con Preboste. Arrabal, siempre atrevido, lista con complacencia todas las inversiones en sus cuadros, inversión geográfica (en la Vista de Toledo, el primero-o segundo- «verdadero» paisaje, sin pretexto, sin humanos), inversión religiosa (una menorá en la Alegoría del Orden de los Camaldulenses), inversión sexual (¿onanismo de San Jerónimo? ¿foot fuckingen en la Resurrección del Prado? ¿pastores adorando un falo camuflado en el hocico de una vaca en el cuadro del Prado?) No obstante las obsesiones de Arrabal, de lo que se trata, es de hacer un arte ajeno a los códigos, desconcertante, en ruptura. El exiliado siente quizás resurgir en él su Creta natal; al otro extremo de los códigos icónicos puede darle rienda suelta a su furor, su violencia, a su ocurrencia. Puede temblar y hacernos temblar (Ortega y Gasset despectivo habla de crisis de nervios y de espasmo). Sabe hacer fluctuar la frontera entre real e imaginario, y es en aquel retiro de Toledo en donde lo puede hacer al fin.
Greco, Visión de San Juan o del Apocalipsis, 1610-14, NYC, Metropolitan; óleo sobre lienzo, 222.3x193cm |
Son sus últimos cuadros los que hay que ver para entrar en ese mundo, en aquella locura controlada, en aquella rabia creadora. Es una pena pues en esta exposición aunque bastante completa no se ven ni la Vista de Toledo invertida, ni el Laocoonte atormentado, ni la Adoración de los Pastores del Prado (solamente la de Fundación Bottin, menos compleja). Se puede uno quedar durante horas ante la Visión de San Juan, o Apertura del quinto sello del Apocalipsis, escena incomprensible incluso con la ayuda del Apocalipsis (6, 9-10), imposible de entender. El lienzo fue conocido también como Amor divino y amor profano, y se entendía como una alegoría de la tentación sexual. Los que flotan en ese caos delante del santo de pelvis desmedida arrodillado levantando los brazos al cielo, son cuerpos resucitados. Poco importa, de hecho. Es una de las obras finales de un pintor que ya no tiene patria, ni idioma, ni nombre, ni anclaje y que da rienda suelta a su locura creadora y puede hacerlo precisamente porque no es de ninguna parte y de otra parte: quizás sea el primero que lo hace, el primero que rompe así los límites. Es posiblemente por eso que Cézanne, Chagall, Picasso y algunos otros se quedaron sin voz cuando vieron este cuadro en casa de Ignacio Zuloaga (aquella exposición mostraba los vínculos entre el Greco y el modernismo, y también).
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