(artículo original en francés, aquí)
La exposición de Sophie Calle en el Museo de la Caza (hasta el 11 de febrero) se intitula « Beau doublé, Monsieur le Marquis » (algo así como, Buen doble, señor Marqués). Le encantará a todos aquellos que no conozcan bien la obra de Sophie Calle y que la descubrirán aquí con toda su diversidad. Pero para cualquiera que ya haya visto varias de sus exposiciones, y, sobre todo, leído varios de sus libros (fue el tema del cuarto artículo de este blog), hay, una vez pasada la primera sala, una impresión de que ya se ha visto, de recalentado, de repetición, que a larga cansa : solo atrae la presentación, la escenografía en las hermosas salas cinegéticas, pero la esencia misma deja indiferente y le abre la puerta al aburrimiento. Ay, de nuevo la historia del colchón; ay, de nuevo la historia del matrimonio. Me parece que fue Daniel Buren, quien dijo, en la exposición de Sophie Calle en Venecia, luego en la BnF, que le iba mejor haciendo libros que exposiciones : aunque vuelva a leer sus libros con agrado, esta exposición me pareció bastante repetitiva (excepto la primera sala). Pero puedo entender que para cualquiera que descubra su universo, sea, al contrario, una maravilla. Apreciaremos únicamente su revisión del vocabulario tan peculiar de la montería, a la hora en que ésta provoca el oprobio populista. En cuanto a las obras de cerámica de Serena Carone, aunque bonitas, no estoy seguro de su valor agregado, (excepto un león blanco en el suelo, buen contraste entre el rey de los animales y la fragilidad del material).
Entonces, yo aconsejo que se contenten viendo el piso bajo, impresionante, poblado de animales naturalizados de su colección o del museo, cada cual ligado a un pariente o amigo. El oso blanco ocultado y su fantasma en los relatos de los guardias (recuerda su trabajo sobre los lienzos que se robaron en el Museo Gardner -del que hablamos de nuevo hoy- y los recuerdos que conservan guardias y visitantes), la ausencia del padre y el dolor estéril que ello causa, los fantasmas de los muertos que merodean a su alrededor, los animales que aluden a su madre (una jirafa) y a algunos amigos como Hervé Guibert (un mico en el cielo raso, evocación burda del sida) componen un mosaico que, a pesar de algunas fallas (los ojos en la pared), dejan una impresión de ironía melancólica mucho más suculenta y pertinente que todo el resto de la exposición.
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